No existe vehículo más noble y de antigua prosapia que la vieja carreta chilena de nuestros campos.
Sin embargo, hoy en día su uso se halla limitado al interior de los predios agrícolas. El progreso la ha humillado con letreros restrictivos hasta en los más ásperos caminos, negándole tácitamente el ingreso a pueblos y ciudades.
Su lentitud, sus ruedas metálicas, la picana con clavos del carretero, todo le es prohibido. Es que vivimos en un siglo en que la locomoción se mueve vertiginosamente, aunque sus escapes producen más smog que el polvo que puedan levantar los bueyes y las ruedas de una lenta y cansina carreta.
La carreta ya no sirve a los fines comerciales de quienes en el pasado le rindieron pleitesía y supieron de sus beneficios. Hoy sólo se le mira como un trasto viejo que es necesario desterrar de los caminos; pero las faenas campesinas aún reclaman su presencia y es seguro que la seguiremos viendo entregada al trabajo, pero ya en los lugares más aislados. Allí seguirá noblemente buscando un destino incierto que la está llevando poco a poco a ser considerada una delicada pieza de museo.
El uso de la carreta se remonta en Chile a los primeros años de la conquista, es así como el año 1550 Bartolomé Flores, en su información de servicios exponía que se había hecho el primer molino “y las primeras carretas que en ella se han hecho”. Años después el Cabildo en sesión del 6 de diciembre de 1555 nombraba proveedor de las carretas que se construían a Diego Gómez, carpintero “al cual se le dio poder complido para que use y ejerza el dicho oficio, y haga y lleve por razón de ello, los derechos que por ello pertenecen”.
Así las primeras carretas sirvieron para transportar la harina del molino que funcionaba en las laderas del cerro Huelén y luego se dedicaron a otras tareas de mayor importancia, como la de llevar y traer carga al puerto de Vaparaíso.
Según Claudio Gay, las carretas no habían cambiado demasiado en su estructura hasta mediados del siglo XIX, eran según su visión “muy pesadas, toscamente construidas, cubiertas con un toldo de paja o de totora, y cerradas por detrás con un cuero de buey. Las ruedas eran macizas con llantas de madera que se volvían pronto irregulares y abolladas por el uso”. Los ejes de madera de quillay o peumo, servían para soportar cargas medianas.
Agrega Gay que en 1842, se contaban en el camino de Valparaíso a Santiago algo más de 800 carretas y Casablanca contaba más de 200 por su propia cuenta.
Cada carreta necesitaba siete yuntas de bueyes (tres yuntas para el viaje, otro animal de relevo que seguía siempre atado detrás de la carreta y los demás se quedaban en el potrero para emplearlos en viajes siguientes).
La burda estructura de las ruedas ocasionaba serios problemas en los caminos coloniales, por lo que el Cabildo y la Real Audiencia debieron tomar cartas en el asunto en varias oportunidades, designando calles para su tránsito y obligando a los carreteros a traer piedras del río para tapar los hoyos que quedaban en las calles, so pena de que los alguaciles les quitaran las mantas a los carreteros y no se las entregaran hasta que cumplieran dicha orden.
Con restricciones y todo, la carreta sirvió durante mucho tiempo desde vehículo de carga a vehículo de distracción, para llevar niños y ancianos de paseo a los alrededores de la capital. Famosos eran los viajes a Renca y los baños de Colina y según Pérez Rosales “eran unos pesadísimos y antediluvianos armatostes cuyas toscas ruedas llevaban por llantas burdos trozos de algarrobo con estacas de lo mismo, y por ejes, gruesos garrotes de madera, hechos a punta de hacha, que no dejaban de chirriar desde el momento de ponerse en marcha hasta el de llegar a su destino”.
Sólo en 1830 se introdujo en Chile el uso de la llanta de fierro, situación que vino a mejorar la calidad de la construcción del principal elemento de la carreta.
La carreta chilena de hoy
A mediados del siglo XX, aún era frecuente ver en ciudades sureñas como Concepción, Angol y otras ciudades del centro y sur del país, las típicas carretas chanchas que bajaban de Nahuelbuta llevando sus características cargas de leña seca y carbón. Recuerdo haber visto en los sesenta bajar desde los altos de Los Confines los llamados “trenes de carretas”, que descendían “frenadas” con un burdo palo atravesado obstaculizando el movimiento de las ruedas, única forma de no producir accidentes.
Los carreteros vestían sus típicos chalecos de lana cruda manga corta y sus famosas “chalas arretobadas” que los protegían del barro y del frío, completando su atuendo un pantalón de huaso y un sombrero alón o chupalla, que los hacían inconfundibles. Eran los nobles “cerrucos”, los mismos de los cuentos criollistas de Mariano Latorre y que en esa época representaban un cuadro pintoresco, que hoy sólo retinas costumbristas pueden evocar.
La carreta se integró a las diversas regiones como un vehículo de carga, pero en cada zona adoptó una forma diferente, según la necesidad y el lugar de trabajo.
Así nació la carreta “Chancha”, pequeña y angosta para transitar por las huellas cordilleranas, permitiendo al carretero sacar sus productos desde lo más recóndito de la montaña.
Por el contrario, en el plan se dieron varios tipos de carretas como el “carro emparvador”, provisto de barandas altas, una más que la otra para poder cargar las gavillas de trigo y llevarlas a la hera, donde luego se desarrollaría la trilla.
En el bosque nació el “catango”, de construcción triangular, con un encatrado especial para cargar troncos, y en la zona costera nació un tipo de carreta chancha, más alta y ancha que la tradicional, que todavía se utiliza en la región de Cautín, para el comercio de cochayuyo.
Chiloé y sus carretas
La zona donde la carreta sigue marcado su presencia, es la de Chiloé. Allí se desarrollaron particulares estilos, que no se ven en otras regiones del país. La rueda se limitó a los caminos y en los campos barrosos, ésta simplemente desapareció, dando nacimiento a la carreta “bongo”, la llamada “Changuay” y el “dornajo”. Todas ellas utilizadas en las particulares faenas de la tierra chilota, archipiélago donde se desarrolló una cultura diferente, por lo tanto sus medios básicos de comunicación y trabajo, también tenían que ser diferentes.
Asi, la carreta va declinando su lento andar, al paso cansino de dos bueyes sin destino, buscando un fin ya cercano, como lo dijera el poeta Manuel Magallanes Moure (1877-1924), en su sentidos versos:
Por el camino interminable y blanco
bajo el fuego del sol; por el camino
que los vetustos álamos protegen
con sus ramajes largamente erguidos
va la carreta dando tumbos
y rechinando, como un monstruo herido,
que fuera lentamente, lentamente
arrastrando a lo largo del camino
el enorme dolor de la agonía.
Bibliografía:
– Oroz, Rodolfo, La carreta chilena sureña, en Anales de la Universidad de Chile N° 99, Imp. Chile, 1955.
– Perez Rosales, Vicente, Recuerdos del Pasado, Imp. La Epoca, 1882.
– Foto «Catango» gentileza Archivo Histórico de Curacautín.
Tradicional tonada «Te juiste pa’ ronde» de Clara Solovera (1909-1992), en donde se canta al andar de la carreta por los campos chilenos: