Hay ciertas mentalidades que sienten antipatía previa contra todo lo que hable de belleza, de elegancia, de elevación, de categoría, de refinamiento, de buen gusto. Consideramos esa actitud prejuiciosa harto perjudicial para la conquista de la alta virtud moral, de la santidad. Veamos el por qué.


Contaba una vez el conocido pensador católico brasileño Plinio Corrêa de Oliveira (1908-1995) [1] de qué manera encontraba alivio metafísico, en su niñez, para los dolores e incomodidades que acarrea consigo toda visita al dentista… Un día, en el consultorio del norteamericano Dr. Crook, sintiendo que el amenazador taladro se acercaba a su boca, miró por la ventana y vio “el muro del patio interno del consultorio, en el cual había un fresco muy popular representando Venecia, de la cual yo tenía entonces una vaga idea”. La contemplación del paisaje veneciano le fascinó, con sus calles de cristal líquido, sus iglesias y palacios reflejados en el mar.
A partir de ese momento, en las visitas al dentista no sólo encontraba su alegría en admirar el fresco, sino que “jugaba” a embellecer aún más en su imaginación la mítica ciudad sobre las aguas. “A partir de ese día tuve ‘soliloquios’ con Venecia. ¡El Dr. Crook podía trabajar en mi boca a su antojo y yo no reclamaba!”.
Por esa misma época el pequeño Plinio, de unos 7 años, acudió a sesiones de gimnasia sueca para fortalecer su cuerpo, respondiendo al deseo de su bondadosa madre. Aunque las clases no le simpatizaban, fueron motivo para reencontrarse con su amada ciudad; sobre una mesa de las dependencias de “Madame Leo”, la profesora, había un pisapapeles que tenía una fotografía de Venecia.


Al contemplar la escena de la fotografía “la idea de la belleza estaba presente, pero de modo secundario: se trataba más de un estado de espíritu y una elevación moral. Los edificios que se reflejaban en la laguna indicaban un estilo de vida llevado por personajes que poseían los sentimientos y el modo de ser que me gustaban. Ellos serían de trato plácido y atractivo, serios, graves, elevadísimos, afectuosos y dignos”. Vemos en este relato el “salto natural” dado por un espíritu inocente a partir de la belleza estética hacia la belleza moral o virtud. En realidad ambas están estrechísimamente relacionadas, puesto que las dos son manifestaciones del ser. Lo verdaderamente bello es igualmente bueno, y lo verdaderamente bueno es también bello. Mientras más bueno, más bello; y mientras más verdaderamente bello, más verdaderamente bueno.


El mismo Plinio Corrêa de Oliveira dejaba en evidencia tales relaciones, al afirmar que el acto de contemplar Venecia e imaginar luego la Venecia arquetípica “significaba para mí un paso rumbo a la santificación. No en el sentido de que aquellas casas y aquella agua me llevasen directamente a la santidad, sino que ellas me preparaban para querer y admirar todo cuanto es sublime y, con eso, ansiar la sublimidad de alma. De manera tal que, insensiblemente, yo iba conformando mi alma con aquel ideal y percibía que a su vez él me moldeaba a mí. Así nació en mi alma el deseo de santidad”. He aquí una definición estética de santidad para no olvidar: la santidad es la sublimidad del alma, la belleza del alma; o también, santidad es el habitar del alma en la sublimidad. Recordemos que lo sublime es la plenitud de lo bello.
Todas las formas de sublimidad están ligadas entre sí. Por ejemplo, al decir que San Ignacio de Loyola fue sublime en sus predicaciones y en su vida, también afirmamos que su hidalguía y sus dotes naturales de caballero fueron sublimes, dándole perfecto marco y realce a su santidad. Del mismo modo, la figura sublime de San Ignacio abre un puente hacia la sublimidad presente en la Iglesia del Gesú, la hermosa iglesia matriz de los jesuitas en Roma; hay una correlación entre ellas.
Todo lo elevado tiende hacia la elevación máxima del espíritu, que es la virtud en grado heroico. Un elevado castillo como el de Chambord, incluso erigido por alguien que no fue modelo de virtud como Francisco I, en sus aspectos sublimes favorece la sublimidad del espíritu porque sus arcos, torres, escalinatas, ventanales y muros “hablan” al visitante de un patrón humano supremo, el cual atrae y hacia el cual estamos todos convocados.
Finalmente, la unión de la belleza, la santidad y la luz supremas se da en Dios, de quien procede y hacia donde se dirige toda perfección. Toda belleza, así como toda virtud, son de algún modo reflejos —analógicos— del Ser Divino.
Entre tanto, tenemos que decir que en la actualidad la belleza puede tener un dinamismo muy especial, pues habla directamente a la sensibilidad humana, y justamente hoy el hombre es muy “sensible” y un poco menos “racional”.
Santo Tomás definía la belleza como “aquello que al ser visto, agrada”. Entonces, antipatizar per se con la belleza es colocar un absurdo obstáculo a una excelente vía de santificación. Lo que hace falta, en cambio, es sembrar y favorecer la belleza por doquier, para que la luz de la belleza ayude a expulsar la suprema fealdad del pecado.
Por Saúl Castiblanco / GaudiumPress