En la obra colectiva «El Alma de Chile», el Presidente del El Mercurio, Agustin Edwards Eastman, se atreve a abordar el tema de la identidad chilena desde la relación entre el habitat, la flora y la fauna de nuestra tierra y su gente. Relación tan real al sentido común como difícil de establecer científicamente. Para mostrar la evidencia de dicha relación Agustín Edwards ahonda en una imagen muy entrañada en la retina de chilenos y chilenas de todas las épocas y edades.
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El espino enfrentando las intemperies del secano costero…
“En un plano cotidiano — escribe –, baste evocar, simplemente, una imagen de todos conocida: los cerros de la Cordillera de la Costa en el valle central, en verano. Amarillos y resecos allí donde hubo pastos en primavera; pardos y ocres allí donde la tierra es dura e implacable. Pero, entre tanto agostamiento, miles de manchones de un verde oscuro, de siluetas irregulares, como en lucha con un medio difícil… y sobreviviendo. Son la variedad chilena del espino —la Acacia Caven—, de esos espinos chilenos que soportan heladas y calores, resisten adversidades y hasta, por algunos días en octubre, exhalan un perfume típico de la primavera en esta zona. Por esa fortaleza frente a la dificultad constante y, pese a ella, crear y prodigar belleza —como nuestras letras la han entregado a la literatura mundial, por ejemplo— me parecen representativos de nuestro ser nacional y, en esa medida, una arista de nuestra identidad.
Esa flora chilena merece ser defendida. Preservar identidad nacional es también contribuir a su conocimiento, a la difusión de sus peculiaridades, a muchos respectos admirables, en libros, revistas y diarios.”
Los ambientes del mundo rural y nuestra cultura viva…
En esa indefinible relación entre el nuestro terruño y sus paisajes y los chilenos se fue gestando en nuestros campos toda una cultura viva que hoy toma mayor conciencia de si misma, se afirma y se expande. Ahí está entrañada parte de nuestra habitación cuotidiana del paisaje a lo largo de centurias. El autor lo discierne claramente:
“En esta misma línea de atender a facetas o rincones postergados de nuestro ser nacional, unimos esfuerzos con muchos otros que sintieron, hace ya algo más de dos décadas, que las oleadas sucesivas de la urbanización y de la globalización —benéficas a tantos respectos— estaban, sin embargo, desplazando a un plano injustamente inferior —o a la desaparición— a diversos rasgos de la chilenidad nacidos y desarrollados en los orígenes agrícolas del país, pero semiolvidados por las generaciones más jóvenes. El alma de un país nace normalmente en su campo. Las ciudades se forman, crecen y atraen luego a los hombres y mujeres del mundo rural, pero el inicio está habitualmente en el agro. La tendencia mundial en los siglos más recientes es a la urbanización creciente, y las proporciones de población rural y urbana favorecen a la segunda, en tanto que disminuye la primera. Pero eso no debería llevarnos a borrar los orígenes, y olvidar sus rasgos propios en la homogeneización de lo urbano.
El Caballo chileno y nuestras tradiciones…
De allí que un interés similar al de nuestra flora merezca un espécimen animal desarrollado exclusivamente en nuestra tierra, el caballo chileno. Desde los primeros tiempos de nuestro país, generación tras generación de hombres de campo de nuestro país fueron dando forma a esa variedad especialísima. Y lo es porque ella deriva de condiciones específicas de nuestro territorio. En nuestro territorio, la necesidad de desplazar el ganado siguiendo el ciclo del pasto según las estaciones, de los valles a la cordillera y a la inversa, fue exigiendo seleccionar caballos con características que no se requerían en países con otros terrenos. Esto, porque las operaciones de manejo de ganado en estas condiciones —el origen de nuestro rodeo— eran mucho más complejas que las de países con vastas planicies, donde el traspasar a los vacunos de un corral a otro —la allí llamada “paleteada”— no exigía de jinetes y cabalgaduras sino maniobras de menor dificultad. El hombre del agro chileno fue consagrando décadas y siglos a estas operaciones. Hay registro de que ya en la época del gobernador español García Hurtado de Mendoza, en el siglo XVI, se realizaba un incipiente rodeo en la Plaza de Armas de Santiago. Esto fue cristalizando en las características propias del caballo chileno, ya reconocido como una raza especial en el siglo XIX. De allí que en Chile se publicara ya en 1893 un libro singular, el “Registro genealógico del caballo chileno”. Esta variedad es, pues, la más antigua del continente, y hoy un creciente número de criadores, organizado en una federación con ese objeto, está abocado a su crianza y expansión.
La fiesta como celebración de nuestras costumbres
Naturalmente, las labores agrícolas cierran cada ciclo con celebraciones, y en ellas las habilidades que demanda el trabajo agrícola fueron derivando y desarrollándose también como competencias festivas, convirtiéndose en juegos huasos —rodeo, manejo de riendas y otros—, evolucionando hasta transformarse en verdaderos deportes típicos. Y en torno a esas mismas tareas del agro fueron surgiendo industrias artesanales igualmente propias -arreos, monturas, riendas, espuelas, ponchos, chamantos, sombreros, modalidades de vestimenta laboral y festiva-. Y la reunión a la hora del descanso o de la celebración es, igualmente, el ambiente en que surgen y se desarrollan otras modalidades culturales, en formas poéticas y musicales propias, como las payas y los bailes tradicionales —la cueca, la refalosa y otras modalidades nacidas de nuestro mestizaje hispano-indígena. De allí, igualmente, el nacimiento de leyendas y mitologías propias, de transmisión oral en sus comienzos, y que la literatura escrita, otras artes y los estudios antropológicos han ido recogiendo luego parcialmente.
Hay aquí toda una cultura gestada en casi cinco siglos que es parte muy importante del alma chilena. Es indispensable preservarla y traspasarla a los chilenos del mañana. Con ese propósito, la referida Federación de Criadores de Caballos Chilenos ha asumido, además, una iniciativa más amplia y ambiciosa, cual es la de organizar año tras la Semana de la Chilenidad. Partiendo inicialmente del caballo chileno, ella viene realizándose ya por más de dos décadas. Ha ido creciendo y consolidándose en Santiago, y hace ya varios años que se extiende crecientemente por todo el territorio nacional, incluso hacia ciudades de los extremos norte y sur del territorio, originalmente ajenos a las tradiciones <huasas>”. (Cfr. El Alma de Chile — 26 ensayos para la Historia; Novum Editorial, Santiago 2011, pp. 54-58)