El Santa Lucía desde los ojos de “Alone”

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Hernán Díaz ArrietaHERNÁN DÍAZ ARRIETA (1891-1984) es un nombre consagrado en las letras chilenas del siglo XX. Escritor, por supuesto, pero sobre todo crítico literario, combinó el buen instinto y la generosidad para abrir el camino a autores tan relevantes como María Luisa Bombal, Augusto D’Halmar o el mismo Pablo Neruda. En 1913 este fino observador adoptó el seudónimo que lo haría inolvidable, Alone, con el cual firmaría después la mayor parte de su copiosa e influyente obra.

Todo artista crea tal obra cultivando las impresiones que recoge en su vida cotidiana. Alone era no sólo un buen lector de libros, sino un agudo lector de realidades. Sus paseos por Santiago lo llevan a escudriñar en la ciudad aquello que la define, y también a intuir el imaginario que crece en sus gentes y sus ambientes. Estampa sus opiniones en artículos regados entre revistas y periódicos. Uno de ellos, tomado de «Pacífico Magazine», ejemplar de Febrero de 1914, mira a un punto de referencia ineludible para el santiaguino, como es el Cerro Santa Lucía. Alone compone una crónica que visita la historia del peñón, para luego explorar los rasgos del carácter y los alcances del espíritu nacional que quedaron allí estampados en roca, a la vista de todos quienes sepan mirar.

En Identidad y Futuro les ofrecemos un resumen del suculento artículo, cuya versión íntegra pueden consultar al final, en el enlace.

Vicuña Mackena Hernán Díaz Arrieta alone cerro santa lucía identidadyfuturo.cl
Vicuña Mackena junto a colaboradores visita las obras del Cerro Santa Lucía (1872)

EL CERRO SANTA LUCÍA

Cuando Huelén-Huala, cacique de la Dehesa, le cambió a don Pedro de Valdivia el cerro Santa Lucía por unos terrenos de Talagante, dice la Historia que lo hizo de mala gana y “por temor a males mayores o de su suerte y de su indiada”; pero de seguro que ni el mapuche ni el extremeño soñaron remotamente siquiera el valor que adquiriría más tarde la abrupta roca.

En aquel entonces, era el Cerro una península que partía en dos brazos al caudaloso Mapocho; y según las adivinaciones de los geólogos, años y siglos atrás fue una isla, una roca pequeña cuya más alta punta apenas sobresalía sobre las tumultuosas aguas del río.

Por su espléndido aislamiento, por sus cortes inaccesibles y hasta su fiero aspecto de dureza, el Huelén parecía hecho por la naturaleza para servir de baluarte y en ello lo convirtió Valdivia no bien tuvo su posesión: las mismas piedras que hoy, sombreadas de árboles y colgadas de rosas ven pasar elegantes mujeres en veloces automóviles, sintieron golpear la dura planta de doña Inés de Suárez, arremetiendo contra los indios, a la cabeza de su gente y armada de todas las armas.

Poco después de 1816, don Bernardo O’Higgins proyectó formar en el Cerro un paseo público, erigir un monumento a las glorias de Chile y levantar un Observatorio Astronómico; pero nada de esto llegó a realizarse; y por el contrario, en 1827, Santiago estuvo a punto de perder el Santa Lucía: la caja Municipal, eternamente escuálida, necesitaba llenarse con cualquier cosa y muchos pensaron vender el cerro.

Vicuña MackennaGuarida de ladrones, madriguera de vagos y asilo de estudiantes que hacían la “cimarra”, el cerro Santa Lucía no fue tomado nunca en serio antes del advenimiento de Vicuña Mackenna: apenas sí la gente práctica le concedía utilidad como basural y cantera públicos.

Cuando el grande intendente anunció su intención de imitar en el Huelén los jardines suspendidos de Babilonia, el vecindario se escandalizó y don Benjamín fue llamado visionario y derrochador. Tenemos ante nuestra vista uno de los artículos en que se le atacaba por esta obra superflua e imposible y, colocándose en el ambiente de la época, uno le encuentra razón al articulista y comprende que Vicuña Mackenna tuviera la opinión en contra. Pero él estaba por encima de ella y supo vencerla. Valiéndose de los infinitos medios de influencia que le daban su agrado personal, su verba insinuante e infatigable, su vasta cultura y la alta posición social de su familia, doblegó resistencias, conquistóse apoyos y descargó sobre el cerro un torrente de brazos y de voluntades.

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Mineros trabajando en las grutas del flanco oriental del cerro.

Allí trabajaron cientos sesenta presos, treinta esforzados mineros de Atacama, doscientos cincuenta peones y un numeroso personal superior, la mayor parte del cual o no ganaba sueldo o tenía una remuneración exigua.

Dos años duraron los trabajos; dos años de una actividad inagotable y milagrosa en que don Benjamín derrochó genio y paciencia para contentar a todos y sacar del abierto bolsillo personal suyo y de la cerrada bolsa vecinal los doscientos mil pesos que en suma vino a costar la maravilla del Cerro. Es un capítulo interesante y que está por escribirse el relativo a los bienhechores del Cerro. El entusiasmo desbordante de Vicuña Mackenna era de naturaleza esencialmente comunicativa y así vemos su generosidad personal difundirse como un reguero de fuego entre sus amigos y colaboradores técnicos.

Es digno de hacerse notar y de meditarse que, a pesar de la calidez de medios y de la extraordinaria rapidez de ejecución, todas las obras quedaron tan perfectamente acabadas que ni una sola se ha derrumbado con los años y los terremotos. Cuanto a la concepción artística del paseo, dos grandes “mejoras” se han hecho desde entonces: el teatro y los carritos eléctricos, desaparecidos para alivio de la estética, y la monumental subida por Alameda, con sus escalinatas de palacio italiano absolutamente ajenas a la fisonomía de la fortaleza ceñuda e inaccesible que tiene el Cerro verdadero.

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Cascada desde la Ermita

En lugar de invertir en esta construcción impropia tanto dinero como don Benjamín necesitó para transformar todo el Cerro, podía haberse proseguido en él la acumulación de antigüedades y recuerdos históricos que Vicuña inició y que nadie ha imitado más tarde. Todo lo que hay en ese sentido se lo debemos al fundador del Cerro; los cañoncitos coloniales, la campana de la Ermita, única reliquia de la Iglesia de la Compañía, que anunció a Santiago el espantable incendio; el pilón de piedra junto a la Estatua de Cristóforo Colombo, con sus doscientos años; la pila frente al acuario, primera fundición de cobre hecha en Chile (año 1671) y los dos escudos, el de fierro batido, a la entrada del Restaurant, y el de piedra, a la puerta de la plaza del Teatro, verdadera maravilla este último que labró en tres años (1805-1808) el presbítero chileno señor Varela, cobrando por él sesenta mil pesos de nuestra moneda, que no le fueron cancelados nunca.

Otra inspiración de Vicuña Mackenna desdeñada por sus sucesores ha sido la de establecer una Biblioteca en la cumbre del Cerro.

Una biblioteca en la falda del Cerro le prestaría nobleza y encanto. Sería un lugar de largo reposo muy de acuerdo con el carácter severo y elevado del paseo. Después de la fatigosa ascensión, uno descansaría en hondos sillones, respirando el aire puro de la cordillera, sintiendo los ruidos de la ciudad confundidos en un solo rumor, como de océano, y levantando a intervalos la vista del libro para dilatarla por el paisaje adormecido en la paz vespertina.

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Vista del Llano de Maipo desde el Sta. Lucía (1874)

Aún cuando nuestros escritores son poco inclinados a cantar las bellezas nacionales y prefieren los ruiseñores de Francia o los pinos de Noruega para adornar sus libros, encuéntrase en poesías y novelas de esta tierra descripciones literarias verdaderamente sentidas del Cerro Santa Lucía y de los paisajes que desde sus rocas se contemplan.

A medida que se asciende por los caminos llenos de gracia, van apareciendo el valle siempre verde y sonriente y la ciudad con sus techumbres grises y brillantes, encerrados en el inmenso círculo de las cordilleras.

Cada estación del año, cada hora del día o de la noche pasan sobre el Cerro Santa Lucía con una belleza nueva.

En el invierno, la lluvia cae y las hojas corren por los caminos, enloquecidas por el viento; a través de los árboles, brillantes de agua, se divisa la ciudad, con sus bajas techumbres mojadas, y más lejos el valle y las montañas envueltas en un vapor blanquecino. Después del amarillo florecimiento de los aromos, empiezan a sentirse en el ambiente los tenues perfumes de la primavera naciente; con la tibieza del sol, los pájaros cantan escondidos en las ramas; vuelan sobre las primeras flores con una alegría loca. Luego, la estación se hace ardiente; tórnanse en candelabros de oro las sombrías araucarias y es deliciosa la frescura del agua que golpea las rocas y va llenando el pequeño lago con un manso rumor. Entre el follaje espeso, fórmanse los frutos y se oye el piar de los pájaros recién nacidos. Las noches estivales se abaten sobre el cerro palpitantes de estrellas y cargadas de una temblorosa languidez. Pasa el verano con la rapidez de las alegrías humanas y con los primeros días del otoño se ven desde las terrazas puestas de sol en que las nubes inflamadas y rotas, semejan el incendio de un palacio colosal y arrojan sobre las rocas y los árboles resplandores sangrientos. Acompañadas por la tristeza de los árboles, que se desnudan para la muerte, llegan las noches transparentes y las primeras brisas frías. La luna se levanta sobre las nieves lejanas y a medida que avanza por el firmamento azul, las estrellas se apartan, la dejan sola y única… Bajo la misteriosa claridad, el Cerro se transforma en un lugar de prodigios, lleno de grutas encantadas y en cuyas indefinidas escalinatas y sorprendentes plazas blancas uno mismo se siente otro ser, fantástico y sobrenatural.

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Pórtico Principal del Cerro Hernán Díaz Arrieta alone cerro santa lucía identidadyfuturo.cl
Pórtico Principal con sus dos estatuas de guerreros antiguos, uno Franco y otro Sajón.

El Parque Cousiño es visitado todas las tardes por una multitud elegante y de buen tono que se estaciona en sus automóviles o desfila bajo los árboles con un recogimiento silencioso y solemne. La Quinta también tiene su muchedumbre amiga; amas con crías, soldados, extranjeros y empleados de tienda acuden todos los domingos a hacer once sobre el pasto o jugar foot-ball en las canchas, bulliciosa y alegremente.

Sólo el Cerro Santa Lucía goza el privilegio de ser comprendido y amado por unos cuantos adoradores de selección, que no se confunden al encontrarse juntos.

Se les ve siempre, en la mañana o en la tarde, sentados en algún banco de piedra leyendo o paseando la mirada por el paisaje verde y cordillerano. Los enamorados del Cerro, especie de logia silenciosa y reservada, miran con cierto fastidio la invasión del paseo por los extraños y apenas condescienden con las parejas crepusculares, tan discretas que buscan siempre los sitios menos expuestos a la luz.

Entre todos los que aman y frecuentan el Cerro, contribuyendo a fijarle con su presencia una fisonomía inconfundible, hay una persona vestida de negro que durante todo el día circula por todos los senderos, sube y baja por todas las escalinatas y mira las plantas y las flores con tanto cariño, que uno la recuerda siempre al evocar en la memoria los jardines del peñón maravilloso. Es don Alfredo del Pedregal Reyes, Administrador del Cerro. Una vez, con la cristalina sencillez de su carácter, nos refirió cómo había llegado a ese puesto. Se necesitaría la íntima dulzura de Dickens para transcribir el relato con todo su sabor. El señor Pedregal estaba enfermo, tan enfermo que en sus aprensiones veía cercano el fin. Le habían recomendado que se fuera a Bolivia; y estaba dispuesto a emprender el viaje; pero un doctor amigo le aconsejó: —Váyase al Cerro, don Alfredo; el puesto de Administrador está vacante. Váyase al Cerro, aunque sea sin sueldo. El señor Pedregal siguió el consejo y pidió y obtuvo el cargo. Los primeros días, apenas podía subir veinte pasos y una vez que se esforzó por andar más, cayó al suelo arrojando sangre. Pero poco a poco, a fuerza de paciencia y de constancia, fue avanzando más, ascendiendo otros cuantos pasos cada día, hacia la cumbre y hacia la salud. Hasta que el aire purificado por la altura y por los árboles hizo su obra y hoy, ágil y vigoroso, sube muchas veces hasta lo más alto y no experimenta cansancio alguno. Por eso el señor Pedregal quiere al Cerro, lo quiere con amor tierno, celoso y reconocido. “Le debo la vida”, dice, y él procura que la de los pinos y las rosas sea lo más bella posible. Con tal esmero vigila a los trabajadores, que los empleados del Cerro lo llaman, cariñosamente, “el duende”. Gracias a la ubicuidad sobrenatural del duende, puede mantenerse el Santa Lucía en un estado de limpieza perfecto con el mismo dinero con que otros paseos están sumidos en la basura.

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En nuestros diarios paseos por el Santa Lucía y en nuestras largas conversaciones con los viejos amigos del Cerro, nosotros hemos buscado mucho alguna leyenda que aromara las rocas con un misterio antiguo y sobrenatural.

Pero hasta ahora, sólo hemos llegado a descubrir que el encantado y maravilloso refugio del Huelén surgió al toque de la varilla de un gran Mago y se mantiene y renueva incesantemente bajo la protección de un Duende…

Y esta es la única leyenda del Cerro.

Gruta de la Cimarra, con el ángel esculpido en mármol Hernán Díaz Arrieta alone cerro santa lucía identidadyfuturo.cl
Gruta de la Cimarra, con el ángel del ala rota

 

Fuentes consultadas: