De niño recuerdo que un día mi padre llegó con un curioso regalo. Era una caja con varios soldados a caballo en su interior. Me llamaron la atención por sus colores; y observando el tipo de casco pude entender con mis precarios conocimientos infantiles, que pertenecían a algún ejército alemán. No pasó mucho tiempo para que las espadas se fueran doblando y algunas piezas fueran desapareciendo, para terminar las restantes, olvidadas en la misma caja en alguna parte de la casa.
– Estos soldaditos los hace un amigo, me había comentado mi padre.
La imagen del primer encuentro con estas pequeñas figuras quedó grabada en mi memoria, y en una u otra oportunidad los he desempolvado de su antigua caja. Siempre me intrigó cómo los habrían hecho. Con el pasar de los años, por esas cosas de la vida mi padre, quien ahora se fue a vivir al sur, me pidió ir a dejar unos libros a un amigo en el centro de Santiago. Toco el timbre de uno de los edificios que conforman el barrio cívico, en plena Alameda.
– ¿Don Rino estará?
Me hacen pasar y me llevan a una amplia oficina llena de óleos con motivos aeronáuticos, maquetas, trenes y barcos. Extraño –pienso yo–, qué oficina más ‘sui generis’. Entrego el encargo y de repente reparo en unas delgadas figuritas de plomo encima de un mueble. El recuerdo con que inicié este relato vuelve como un flash. Hay varias pequeñas cajas apiladas. Serán más de ellas? No aguanto y le pregunto por su contenido.
–Yo las fabrico –me dice el Sr. Poletti–. Además de ser Documentalista de la revista de la Fuerza Aérea, tengo un taller en mi casa.
Así, después de 25 ó 30 años, me encontraba finalmente con el fabricante de esas pequeñas figuras de metal que tanto me atraían desde la niñez.
Pero ahora lo que interesa es su historia
Corría el año de 1935 y el aventurero joven italiano Silvio Poletti desembarcaba en Valparaíso. Le gusta el lugar y después de un año recorriendo el país -ciertamente con las poco auspiciosas noticias venidas del Viejo Continente- decide establecerse instalando una librería. Le interesaba un negocio que le permitiera leer y cultivarse. La llama “Milán” en honor a su ciudad natal. Entre sus activos había varios moldes de duro-aluminio, marca Krupp, para fabricar soldados, oficio que rápidamente aprende y comienza a venderlos junto a otros juguetes. Pasan los años y cuando sus hijos bordean los 10 años les introduce en el arte del fundido del plomo para vaciarlo en los moldes, les enseña luego a limpiarlos y pintarlos para cocerlos finalmente en las cajas de cartón que ellos mismos fabricaban. Era una buena entrada monetaria para un niño de entonces.
Hoy la tradición, que en Europa se perdió debido a que los moldes fueron fundidos durante la guerra para fabricar aviones, continúa en el taller familiar, pues sus tres hijas colaboran limpiando las rebabas y pintando las figuras. Una de ellas se ha especializado en buques de cualquier clase, todos mediante la técnica del vaciado en metal. Su hijo Roger es quien hace las esculturas para fabricar los moldes de caucho silicona de las figuras de cuerpo entero, más grandes y con más detalles, que son las preferidas hoy en día. Fabricar cada una de ellas demora cerca de una semana. Para los detalles se documenta en fotografías que le proporcionan los mismos clientes.
Hay una gran variedad de figuras: soldados actuales, de la Guerra del Pacífico, de la Independencia, de tribus indias norteamericanas, de Napoleón, faraones. Y las que no están, las fabrica especialmente, como fue lo sucedido con uno de sus últimos logros: el conjunto de los 11 jugadores de la selección chilena de fútbol, que el presidente de la ANFP llevó de regalo a cada una de las delegaciones que participaron de la Copa América, y que fueron hechos a pedido. No obstante uno que recuerda especialmente fue el encargo que recibió hace algunos años de representar un desfile de la Escuela Militar, “eran más de 100 piezas, incluyendo tambor mayor, banda de guerra e instrumental. Verlos todos formados era emocionante”.