Crónica de una de las fiestas religiosas más extremas de Chile.
La caja del río y la abrupta topografía, con acantilados graníticos que pueden levantarse hasta los 250 metros, adquieren un aspecto primigenio, ante cuya presencia el mundo moderno parece desaparecer.
No hay carretera hasta Las Peñas. El asfalto se acaba cuando todavía faltan 20 kilómetros para llegar y, tal vez caso único entre los santuarios actuales, esa distancia hay que cubrirla a pie o a lomo de mula, atravesando el cauce seco del río bajo la inclemencia de los valles que suben al altiplano.
Eso anticipa ya una de las notas predominantes del santuario: el espíritu penitencial. Peregrinos siempre numerosos se desplazan pegados a la tierra, tostados bajo un sol que no se despega en todo el viaje. Son una viva alegoría de la purificación a lo largo del ondulante camino, excavado por el río en la dura piedra, siglo tras siglo. En la noche los caminantes encienden sus lámparas, sin interrumpir el paso, extendiendo por las laderas nocturnas la ilusión fantástica de estrellas viajando sobre la tierra.
Ese caminar silencioso lleva a los peregrinos a un ritmo diferente, sacudiéndoles las influencias urbanas y sus vértigos, para despertar en ellos una noción de trascendencia que poco a poco va sintiéndose más palpable.
En medio del camino nos encontramos con la aldea de Humagata, que conserva los restos de una iglesia colonial dedicada al apóstol Santiago.
Llegando al santuario, generalmente con las primeras luces de la mañana, nada en el mundo puede superar la dulce mirada con que los recibe la imagen de la Virgen, esculpida en la roca y vestida con sencillez. Han llegado a Las Peñas.
De vez en cuando, en el camino se topa con cruces blancas, brillantes bajo la límpida luz del sol nortino. En ellas perdura el recuerdo de otros peregrinos, que conocieron la fatiga del mismo trayecto y ahora han llegado a la paz mucho más alto.
La acumulación de pequeñas piedras en la base es vestigio de las costumbres de los pueblos andinos. En aquel entonces los caminantes las arrojaban para formar montículos votivos, llamados apachetas, con los cuales expresaban sus peticiones y buenos deseos.
“El fuego de las fogatas comienza a murmurar silencios, sombras. Los cuerpos cansados, reposan. Los animales mordisquean los alfalfales húmedos y un suave aire mece los eucaliptos. El río, inmutable, peregrina buscando el valle azapeño. El Santuario está inmerso en las sombras y las estrellas, lejanas, buscan otros senderos para decorar con la pálida luz, guijarros, granados, montañas. Todo es silencio y nada hace presumir el derroche de luces, petardos, marchas, aires criollos de tres naciones que pronto inundará la quebrada. ¡La fe tiene su despertar al Alba!
“Desde tiempos remotos la madrugada del sábado es el momento exacto en que los fieles de tres naciones hacen presente el enorme regocijo por que Dios les ha permitido llegar, peregrinando, impregnados de sacrificios, de abnegación, y, como bien lo describiera el recordado padre Urzúa, ‘con un cristianismo de viejo cuño’.
“El silencio es doblegado por los petardos, miles de ellos, que relampaguean en la oscuridad, trayendo reminiscencias orientales, válidas en el Santuario por la presencia de tantos fieles chinos, avecindados en Chile como en los países vecinos, especialmente en el pasado. Es el instante preciso, emocionante, del Alba. Las tonadas y cuecas chilenas anteceden a los huaynos, a las marineras, a los valses peruanos, llenos de alegría criolla. Las zampoñas no cejan, intentando permanecer latentes con el cántico andino.”
(Del libro “Más allá del Río”, de Erie Vásquez Benitt)
La Fiesta dura varios días y son las cofradías de Bailes Religiosos quienes pintan con sus coloridos trajes y músicas este despoblado y monótono paisaje.
Algunos vienen de Tacna, pues recordemos que hasta la Guerra del Pacífico estas eran tierras peruanas. Pero la fe vence fronteras. Participan bailes gitanos, de paso, morenos, diabladas,
El poblado de Las Peñas es tan pequeño –una iglesia y unas calles pedregosas que forman una manzana, después un puente, una cancha, unas casas… y el desierto– que los bailes no podrían juntarse todos al mismo tiempo. Para eso, el santuario realiza diariamente una procesión a las 9 de la noche, momento en que los distintos bailes irán llegando en turnos diarios para cantar y bailar a la imagen de la Madre de Dios.
El desierto es fecundo cuando se trata del espíritu. Difícilmente existirá en otro lugar de Chile tanta riqueza popular, efervescente de vida, contagiosa de entusiasmo y admirable en su autenticidad. Frente a Nuestra Señora de Las Peñas, las cofradías de danzas reintegran al pueblo andino repartido en tres naciones, impulsándolo a una sola y magnífica afirmación de identidad religiosa.
Las danzas han concluido, los días sagrados han pasado. El santuario queda atrás… y al mismo tiempo se multiplica en el corazón de cada peregrino. Ahí, cobijado en la profundidad donde arde la fe, será el compañero de viaje que estará con ellos en la vida diaria, reconfortándolos, hasta que en un año más sea momento de retornar a Las Peñas.