
La belleza natural y sobre todo los frutos apostólicos le merecieron a la región de Chiloé, en Chile, el nombre de “jardín de la Iglesia”. La nativa comunidad cristiana construyó un original y admirable conjunto de iglesias de madera.
Los primeros misioneros jesuitas llegaron a la región de Chiloé, al sur de Chile, en 1608. Se admiraron con la docilidad y la inclinación por las cosas de Dios que demostraban esos 10 mil nativos, desperdigados en un rosario de veinte islas ubicadas entre el continente y otra isla de mayor tamaño, la misma que brinda su nombre a toda la zona: archipiélago de Chiloé.
Como eran muchas las islas y poblados que debían visitar, los hijos de san Ignacio desarrollaron el sistema de evangelización llamado “misión circular”. En el mes de septiembre dos sacerdotes se embarcaban en precarias piraguas hasta la primera comunidad. En ella predicaban y administraban los sacramentos durante tres días. Luego, en procesión junto a las imágenes de santos que llevaban consigo, se dirigían hasta el próximo poblado. Y así sucesivamente hasta llegar al mes de mayo, cuando el crudo invierno los obligaba a regresar al colegio de Castro, la principal ciudad de la Isla Grande. En este recorrido visitaban cerca de 80 capillas.
Como una forma de afianzar la evangelización –y alentando lo que hoy llamaríamos un apostolado laico–, elegían entre los fieles más sobresalientes en la práctica de la religión a los líderes que serían representantes de los misioneros. Además de enseñar el catecismo a niños y adultos, se encargaban de preparar la próxima misión. Esta fue una de las misiones más fructíferas de los jesuitas en el Nuevo Mundo.
La mansedumbre de los nativos, exentos de vicios graves, la cálida acogida que brindaron a los misioneros y el respeto que éstos se habían ganado –aprendieron su lengua, el veliche, para comunicarse con ellos– hacían aumentar de año en año los bautizos, confesiones y matrimonios.
Los jesuitas llegaron a llamar a la zona “jardín de la Iglesia”, por la rápida propagación de la fe en esas pequeñas islas pobladas de bosques y rodeadas de cristalinas aguas. Al pasar de los años fueron construyéndose incipientes y toscas capillas para acoger a los habitantes y proteger las ceremonias de culto del lluvioso clima. Casi siempre eran cuatro paredes con un techo y nada más. Si bien la pobreza del lugar impedía mayores adornos, fue posible darles un tono perfectamente adecuado a su elevado fin.

Para los chilotes, la capilla era la casa de Dios, de su santo patrono, el lugar en donde se reunían a rezar y cantar alabanzas al Señor. A medida que la intemperie iba arruinando esas pequeñas iglesias, las comunidades levantaron otras nuevas, de comprobada resistencia. En 1767, después de la expulsión de los jesuitas, los franciscanos llegaron para remplazarlos pensando que, como en otras partes, habrían de evangelizar indígenas a medio camino de la barbarie. Para sorpresa suya, encontraron una pequeña sociedad cristiana bien organizada, comunidades laboriosamente catequizadas, en las que afloraban los rasgos de una cultura propia. Eran plantas que sólo debían ser regadas para florecer.
Aquellas sencillas, hermosas y acogedoras iglesias de Chiloé, que adornan ese pequeño y original jardín de la Santa Iglesia localizado al extremo sur del mundo, dan testimonio de cómo la civilización cristiana hace germinar las mejores facetas del alma de los pueblos.