El ser humano genera naturalmente vínculos con su entorno, y en ellos va dejando impresa su personalidad, a la vez que recibe la influencia de cuanto lo rodea. Esa interacción define profundamente los lugares que habitamos, aunque muchas veces la pasemos por alto, y es uno de los signos característicos de la civilización. La Quinta Región es buen ejemplo de este fenómeno tan humano. Así lo entendieron los autores del libro “Tesoros Ocultos de la Región de Valparaíso”, presentado este miércoles 14 de diciembre. En él se rescatan lugares y objetos de valor incalculable, pero poco conocidos incluso para vecinos del Puerto.
La elaboración de este trabajo significó una larga labor de recomposición de época, acopio de imágenes y documentos que corrió a cargo de un inesperado grupo de investigadores: ni más ni menos que los peritos del Laboratorio de Criminalística de la PDI, junto a un equipo de asesores externos.
Esto puede sorprender a quien no comprenda que el oficio del detective se basa en el sutil arte de la observación, el cual permite reconstruir situaciones a través de los pequeños detalles que se escapan a la mayoría. Esta vez, los policías se alejaron de su habitual tarea persecutoria para seguir otras pistas: las dejadas por el paso de las generaciones. Y se dedicaron a la reconstitución del pasado.
Los resultados quedaron distribuidos en ocho categorías: tesoros subterráneos, naturales, arquitectónicos, artísticos, urbanos, religiosos, arqueológicos e históricos. Entre la centena de lugares y objetos considerados se pueden mencionar la bóveda sepulcral de la Iglesia Doce Apóstoles de Valparaíso, al costado del Congreso Nacional. En ese lugar se encontraron 90 nichos olvidados, que para los investigadores datan de 1874. El paso del tiempo se llevó consigo el recuerdo de este lugar, hasta que en 1996 unas filtraciones de agua obligaron a realizar trabajos que llevaron a su redescubrimiento. A partir de entonces el pueblo bautizó el sitio como “catacumbas del Puerto”. Pero las pistas no acaban ahí, pues según algunos, algunos nichos podría contener restos de combatientes de la Guerra del Pacífico.
Otro de estos tesoros porteños lo constituyen los restos de la primera Esmeralda, buque insignia de la Real Armada Española capturado por Lord Cochrane en 1820 y que finalmente encalló en 1825. Hoy yacen enterrados en Plaza Sotomayor al costado de un estacionamiento de vehículos.
Todo un hallazgo de estos perceptivos “detectives de la Historia”.