Marileo es una comunidad mapuche, ubicada en el sector Coihueco de la comuna de Lautaro (Camino Lautaro – Galvarino, km. 15), cuyos habitantes de vez en cuando disfrutan de los juegos típicos de nuestra tierra.
Durante la semana se había anunciado en el programa ranchero “El Correo del Aire” de Radio Mirador, que en la cancha de Marileo, cercana a la escuela Vallepenco de Enrique Venegas, se efectuaría un programa de carreras a la chilena, con una polla de trescientos mil pesos, a caja abierta. Correrían las potrancas “La Chascona”, del corral de Marco Castillo de la Comunidad Domingo Tori y la potranca “Adiós mi plata” del corral de Enrique Rivas, de la comunidad Marileo y cuya justa sería disputada en una distancia de doscientos metros.
A las tres de la tarde, bajo un cielo de nubes altas y desmembradas, aparte de algunos vecinos, sólo había llegado un pingo conocido como el “R-15” del corral de Carlos Gallegos, radicado en el kilómetro veinte, en la ruta a Galvarino. No tenía contendor, pero su dueño pensaba armar una carrera una vez que corrieran los caballos de la carrera principal. Se tenía confianza, ya que había salido triunfador en los dos últimos cotejos en que el rocín había participado.
El “R-15” esperaba tranquilo, debajo de unos árboles, ensillado, con herraduras de trabajo. Su dueño no se separaba un momento de su lado, de vez en cuando acariciaba su cuello y le soltaba la montura, el caballo respondía con leves muestras de aprecio, mientras pasaban los minutos y no aparecían caballos ni gente.
Pronto se corrió la voz de que había carreras en La Colonia y un torneo en la comunidad Tripaiñan, ambos lugares ubicados en las cercanías, lo que seguramente restaría asistentes al espectáculo. Pero había un punto a favor: acá no se cobraba entrada y eso atraería igual a los aficionados.
Y fue así como los malos augurios cesaron cuando comenzó a llegar una treintena de vehículos y el camión que traía a “La Chascona”, lo que entonó a los presentes y les dio bríos para concurrir a la ramada donde las cervezas, las empanadas y otros condumios preparados para la ocasión invitaban al consumo a los espectadores.
Bajada que fue del camión, “La Chascona” o “la Rucia”, como también la llaman, comenzó a causar expectación en el ambiente. Su jinete Marcelo Gallardo, lautarino, se dio a la tarea de colocarle “las garras” (herraduras de aluminio que permiten un mejor agarre del animal durante la carrera) y a limarle cuidadosamente las uñas, tarea que era observada por admiradores y contrincantes quienes daban sus opiniones de las cualidades y defectos que se podían observar del animal. El jinete lucía bastante ágil, alto, muy delgado, con un mechón a lo guachiturro, sabía de su oficio, el que aprendió de niño y en el que a temprana edad comenzó a participar, tanto así que no recuerda cuantas carreras ha efectuado en su corta y veinteañera vida.
Entretanto, la música ranchera impregnaba el campo de aires del viejo México y de los charros de última generación, siempre muy socorridos en toda fiesta popular, por la cercanía de sus versos con el sentir del campesino nacional.
La llegada de la potranca “Adiós mi Plata”, fue más sencilla, como dueña de casa fue traída desde el corral y se le colocaron las garras sin mucha ceremonia, el tiempo pasaba y había que acelerar el cotejo, por lo que rápidamente ambas potrancas fueron llevadas a la cancha, ubicada a lo largo del camino con un andarivel bastante frágil. Sería montada por el jinete Exequiel Figueroa, de la comunidad Novoa, ubicada a unos pocos kilómetros. Sin ser gordo, su contextura en general era más gruesa que la de su contendor, situación que también era comentada por el respetable.
El juez de partida o “El Gritón”, como se le conoce, instruyó a los jinetes sobre el momento en que daría la partida, “a la tercera, cuando vengan apaleando”, expresó en la jerga hípica, a lo que ambos jinetes se mostraron de acuerdo y subieron a sus respectivas montas.
Luego de los consabidos paseos para acentuar las apuestas, los jinetes se colocaron en el punto de partida, mientras tanto Marco Castillo recorría la pista apostando fuera de polla a su yegua y dando “la cortada”, “para que se mueva el ambiente”, según decía.
Lo cierto es que “La Rucia” se había transformado en la favorita y por eso es que Marco tenía que dar “garantías” en las apuestas, ya que los apostadores de la potranca “Adiós mi Plata”, eran reducidos.
Al tercer intento el juez de partida exhaló un grito que se escuchó hasta en Lautaro y que crispó los sentidos de todos los presentes. Ambos jinetes picaron espuelas y los chicotes iniciaron una danza de golpes sobre las ancas de las cabalgaduras, las que junto con estirar las piernas, en cada tranco que daban iban conquistando parte de su efímera gloria.
Por los cien metros ambas montas iban parejas, los jinetes bordoneando la fusta sobre las ancas, con los cuerpos casi rectos sobre sus respectivos animales y el público chivateando a todo pulmón, animando a sus respectivos caballos, esperando salvar el dinero de las apuestas.
Por los ciento cincuenta metros se empezó a notar una leve ventaja de “La Rucia”, lo que hizo suponer una victoria fácil, pero el jinete de “Adiós mi Plata” en un último impulso de su cabalgadura, la hizo ponerse casi a punto con “La Rucia”. Los belfos de los animales parecían estallar y las “garras” volaban por el pasto, casi sin dejar huella cuando pasaron por el punto de meta, a la vista aguileña del juez de llegada o “tercer hombre” como se le llama. Castillo, propietario de la rubia alzó los brazos y grito ¡Cortamos!, esperando algún gesto de apoyo por parte del tercer hombre, pero este inmutable, fiel ejecutor de la verdad, no movió un músculo del rostro y se dirigió al centro de la cancha.
Allí se reunieron propietarios, jinetes y el público presente. Luego de un silencio en que todos esperaban el veredicto, el juez alzó los brazos y dijo: Amigos ustedes me han elegido de común acuerdo para servir de juez en esta carrera y yo sólo puedo decir la verdad de lo que presencié en mi lugar. “La Rucia” ganó la carrera “a la paleta”, por lo tanto aquí no hubo cortada.
Así, Marco Castillo lograba una nueva victoria con su afamada potranca, pero la caja inicial no había sido completada por los contendores, lo que disminuía bastante el premio. Además las apuestas que hizo fuera de la polla eran todas dando “la cortada”, por lo tanto gran parte de su capital pasaba a engrosar las pérdidas del día.
Acatado el fallo por vencedores y vencidos, luego de mucho esperar se armaron dos carreras, en una de las cuales volvió a correr “La Chascona”, con mejor suerte que en la primera carrera, logrando resarcir las pérdidas su dueño, quien saltaba de contento en la meta, cuando ya los últimos rayos de sol daban por finalizada la tarde hípica de Marileo.
Pero eso no quería decir que no se podía seguir con la fiesta. En la ramada las cervezas corrían de mano en mano, mientras jinetes, propietarios y allegados comentaban las incidencias de la tarde, festejando tanto ganadores como perdedores, esperando éstos últimos resarcirse en una próxima ocasión.
Entretanto, al R-15, que no pudo correr, su propietario le afianzó la montura, tomó las riendas y montando un poco desganado torció hacia el camino del kilómetro veinte a paso cansino. No había sido su tarde y ya vendría otra ocasión para entrar a la pista luciendo su estampa y su cualidad ganadora.
Muchos vehículos comenzaron a abandonar el lugar, que poco a poco fue quedando vacío, los caballos iban de vuelta sus pesebreras y la tarde de carreras sólo quedaba en las mentes de quienes tenían algunos intereses en el tema. Ya llegaría la próxima semana y en otro lugar se desarrollaría otra competencia similar, tal como ha sido desde que estas justas criollas se integraron al calendario de la diversión popular.