La emblemática iglesia de la Gratitud Nacional en Alameda con Cumming había vuelto a abrir generosamente las antiguas puertas de roble de su recinto sagrado a todos los santiaguinos. El venerable templo lucía enteramente restaurado después de las devastaciones sufridas en el terremoto del 27/F y el soprendente atentado sacrílego e incendiario perpetrado por los encapuchados en el contexto de las protestas estudiantiles del año 2012.
El Jueves 28 recién pasado nuevamente grupos de encapuchados, de apariencia lumpen, pero de connotación cada vez más anarquista, dieron cumplimiento ritual, dentro de un primitivismo “actualizado”, a su antiguo lema de destrucción: sin Estado,sin Dios ni Ley.
Del mismo modo que hace dos años, estos agentes de la destrucción que se han transformado en presencia mimetizada prácticamente en todas las manifestaciones estudiantiles de este último tiempo, volvieron a lanzar bombas incendiarias contra la antigua puerta de roble de la venerable Iglesia; en una expresión inequívoca de odio que se levanta contra nuestras tradiciones religiosas, culturales e históricas, o sea contra la propia identidad nacional.
Parece imperioso que los dirigentes del país dejen de cerrar los ojos para la realidad. Hay aquí un síntoma claro de un sector anarquista que se ha organizado en la sombra y que ha resuelto pasar a la acción en un clima político e ideológico enrarecido y de impunidad que se fue instalando en el último tiempo y que se agravó en estos meses.
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El templo neogótico dedicado a la Virgen María, bajo la dulce advocación de Auxilio de los Cristianos, fue declarado Monumento Nacional, y constituye un símbolo de alto significado a la vez religioso, cultural e histórico. Referente de la Congregación Salesiana que fundó San Juan Bosco y de su destacada y mas que centenaria obra educadora y social en nuestro país, fue construido a fines del siglo XIX, teniendo en vista agradecer el triunfo chileno en la Guerra del Pacífico, de ahí su nombre: La Gratitud Nacional. La idea fue concebida por el célebre prelado y poeta Monseñor Ramón Angel Jara, la construcción se atribuye al arquitecto Francisco Stolf y en su alhajamiento contribuyeron destacados artistas nacionales.
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Pero los chilenos fuimos gradualmente acostumbrados, en estos últimos años, a la rutina de esa mezcla escurridiza de anarquismo y lumpen que nada respeta. Salidos desde donde nadie parece saberlo hacia el final de las manifestaciones estudiantiles, surgen estos anónimos protagonistas de la violencia — casi lúdica sino fuese tan agresiva –, como si siguiesen con agilidad un libreto bien trazado … Escenifican, entonces, con gran rapidez y destreza, la explosión pública de un odio destructivo, ostentosamente estúpido y primitivo, desfachatado; como para avisar que, en el espíritu de revuelta instintivo que encarnan, la única lógica que existe es la de sus impulsos ante los cuales nada más es respetable y sagrado…
Pero no nos engañemos – volens nollens –, este fenómeno tiene un largo prólogo: cierta propaganda ideologizada ha agitado en Chile, por décadas, la bandera contra los condenables abusos del pasado reciente a los derechos humanos; pero de manera unilateral, distorsionada y tendenciosa, buscando mantener viva y alimentar la división entre los chilenos y paralizar a los poderes del Estado —tanto como a los dirigentes políticos–; los cuales sienten hoy pavor de ser tachados de represores, inhibiéndose incluso en el ejercicio normal de la autoridad que les fue legítimamente conferida para el indispensable cumplimiento de sus deberes constitucionales de resguardar la paz social y el orden.
La violencia terrorista, obviamente infiltrada en los acontecimientos de la Araucanía; los desmanes contra la propiedad pública y privada –no perdonando nuestro común patrimonio histórico y que llegan ya a los ataques contra el recinto sagrado de las Iglesias–, mimetizados en las demandas estudiantiles, son fenómenos diferenciables pero paralelos al aumento en gran medida, también impune, de la delincuencia directa. Esta última ha pasado operar, a su vez, con bandas igualmente encapuchadas, mostrándose –del mismo modo– cada vez más violenta y desfachatada.
Todos sienten y aprovechan las facilidades de esa virtual impunidad.
Es el rostro más obscuro de una revuelta tal vez en preparación, para cuyo estallido sus promotores pueden creer que llegó el momento propicio. O sea: por una parte el clima de marchas y protestas y la vacilación de las autoridades frente a la irrupción de la violencia; por otra –en sentido opuesto– los sentimientos de inseguridad, la incertidumbre económico-social y el creciente malestar creado por la tozuda persistencia de ciertos sectores gubernamentales en imponer al país un programa de reformas mal concebidas e impopulares que así como están siendo impulsadas detienen la marcha de progreso que –con fallas a corregir–, Chile venia trillando. A lo que se agrega el destape concomitante de escándalos que envuelven en más descrédito aún a parte de los actores públicos.
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Se van acumulando así los ingredientes para un conflicto, a la vista de unos dirigentes que parecen obstinados en no ver la realidad