Los chilenos nos consideramos un pueblo solidario. Grandes sumas de dinero en eventos masivos como la Teletón y la ayuda que enviamos en los momentos de catástrofes naturales parecen respaldar esta sensación. Lo que contrasta con la experiencia diaria en las grandes ciudades, donde los atropellos, empujones y despreocupación por los demás son algo cotidiano.
Reflejo de tal contradicción son los datos que tras el terremoto y maremoto del 2010 recoge el “Índice de Solidaridad 2010” elaborado por Centro de Medición de la Escuela de Psicología (Facultad de Ciencias Sociales) de la Pontificia Universidad
Católica de Chile MideUC, con ayuda del Hogar de Cristo. En efecto, la investigación afirma que la mayor parte de la población considera como un valor el ayudar a otros, pero pocos lo ponen en práctica. Ejemplo de esto es que tras el terremoto y maremoto del 2012, el 62% de los chilenos donó alimentos o ropa, el 48% hizo aportes en dinero, aunque sólo el 8,1% participó en actividades de reconstrucción.
Para ayudar a entender esta situación, MideUC ha invitado a Mark Snyder, doctor en Psicología Social y profesor de la Universidad de Minnesota, a exponer al seminario “Solidaridad y Participación Ciudadana”, en la Casa Central de la Universidad Católica.
Snyder ha investigado cuáles son las motivaciones de quienes hacen trabajo voluntario. Entre las razones que el especialista reconoce están: el afán de interrelacionarse con el resto y establecer redes sociales, el establecer un medio donde desarrollar las propias habilidades, tener un amplio sentido de comunidad y las creencias religiosas: las personas religiosas están más dispuestas a ser más solidarios.
Ahora bien. ¿Cómo saben las personas que experimentarán todo lo anterior ayudando al prójimo? “Por los modelos que tienen cerca. Personas, como familiares o amigos, que hacen labor solidaria y les muestran lo bien que hace”, agrega Snyder. Además, permiten tener contacto con aquellos que necesitan de ayuda, algo que es difícil que ocurra en sociedades muy segregadas.
En sus estudios recalca un aspecto poco mencionado: las características de la zona comunal donde se vive. El profesor junto a su equipo tomaron los datos del último censo de población hecho en Estados Unidos y comprobaron que aquellas comunidades más estables, donde los vecinos se conocen desde hace tiempo, o sea, donde hay una vida de barrio más orgánica, más apacible y menos anónima, es más probable que se desarrollen conductas de ayuda social.
Roberto González, vicerrector académico de la UC y doctor en Psicología Social, dice que la experiencia muestra que para que una persona se involucre en actividades sociales, es necesario tanto que tenga la motivación personal de hacerlo, como que pertenezca a una comunidad que le ayude a canalizar sus ganas de ayudar. “Hay que lograr un equilibrio entre el deseo personal de diferenciarse con el sentido de pertenencia que todos tenemos”, concluye.
Nosotros podríamos agregar que quizá por esas mismas razones se constata que la gente del campo, o de provincias, tiende a ser más amistosa y amable que la de las grandes ciudades. Hecho que se ve reflejado en la animación de las concurridas fiestas o celebraciones costumbristas y en el diario vivir del campo chileno. Allí, lejos del anonimato y la agitación febril y absorbente de las grandes urbes, podemos ver que se cumplen cada uno de los factores enunciados por el especialista: un conocimiento cercano de las personas que los rodean, una motivación para desarrollar las propias habilidades en un ambiente social favorable y un profundo sentido religioso. Circunstancias que se unen y potencian, propiciando la preocupación por los demás, ya sea a la hora de ayudar a alguien en particular o como ocurre en las catástrofes naturales, a un grupo de personas.